Actualmente, en 18 de las 32 entidades federativas se encuentra formalmente declarada la Alerta de Violencia de Género contra las mujeres. Adicionalmente, de enero a diciembre de 2020 se iniciaron 940 investigaciones por feminicidios y 16543 por el delito de violación simple y violación equiparada. Además, se registraron 5003 llamadas de emergencia por abuso sexual, 8376 por acoso y hostigamiento sexual, 689388 por violencia familiar y 4050 por violencia de género en todas sus modalidades distintas a la violencia (SESNSP, 2020). Estas cifras demuestran la urgencia de que el Estado mexicano garantice el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia.
En México, la violencia contra las mujeres se manifiesta de diferentes formas y en diferentes contextos, entre ellas la violencia institucional, estigma y revictimización contra las mujeres que la denuncian (Equis Justicia, 2020). Resulta alarmante que, del total de las averiguaciones previas o carpetas de investigación iniciadas por delitos de violencia de género contra las mujeres en 2018, tan solo el 11.66% llegan a ser conocidas por un juez o jueza, lo cual asegura la impunidad en al menos 88.3% de los delitos denunciados (Impunidad Cero, 2019).
La impunidad se debe, en gran medida, a la falta de perspectiva de género de quienes operan el sistema de justicia penal. Por ejemplo: el desconocimiento o error sobre lo que significa consentimiento deja desprotegidas a las mujeres en casos de violación; ciertas apreciaciones de lo que es un error “razonable” favorecen al agresor, ya que están fuertemente condicionadas por estereotipos sobre la forma en que una mujer otorga su consentimiento para mantener relaciones sexuales; los comportamientos sociales, familiares y laborales esperados de las mujeres hacen casi imposible convencer al Ministerio Público para que inicie una investigación por una violación cometida en estos espacios; las nociones sobre excluyentes de responsabilidad como legítima defensa, miedo grave o respuesta a provocaciones se ven fuertemente influenciadas por criterios centrados en lo masculino como “lo normal”, haciendo que este tipo de criterios sean más acordes a la forma en que un hombre responde ante agresiones, que la forma en que una mujer lo hace (Cruz y Vázquez, 2012).